4 de mayo de 2009

El sexo (que no el género) de las personas y el género (que no el sexo) de las cosas

Y ustedes se preguntarán: ¿A qué viene semejante galimatías de título? Pues es muy sencillo, ya lo verán.

Yo soy feminista, siempre lo he sido y no creo que ninguna de las mujeres que conozco manifieste lo contrario. Siempre he pensado (y si no lo he pensado yo lo ha pensado mi padre y me lo ha trasmitido) que las mujeres son, por lo general, más listas, más perceptivas, más fuertes, más resistentes y más versátiles que los hombres. Pero estoy hasta las narices de leer (y de oir), tanto en comunicados oficiales como encabezamientos de noticias, notas informales y panfletos de todo tipo, cosas como Estimados/as todos/as: Todos/as los/as trabajadores/as... -y así un texto entero de una página, que te volvías loco cuando llevabas sólo cuatro líneas (y no es coña, lo leí hace no mucho tiempo en un comunicado de un sindicato, no recuerdo cuál)-, los niños y las niñas..., etc. Me parece muy bien que las mujeres quieran que un sexo sea tan valorado como el otro, que sus sueldos sean por lo menos tan altos como los de los hombres, que no pueda existir discriminación alguna por razón de sexo y que todos/as (je, je, je...) seamos enteramente iguales (dentro de lo posible y salvando las naturales diferencias anatómicas, benditas sean). Es más, me parecería muy bien que su sexo fuera más valorado que el otro (no sería la primera vez: piensen en las múltiples sociedades matriarcales que han existido), que sus sueldos fueran mayores que los de los hombres cuando su trabajo fuera mejor (sería lo lógico), y que no hubiera ninguna discriminación por razón de sexo.

Pero de ahí a tener que aguantar el sonsonete os/as todos los días y a todas horas, media un abismo. Sobre todo si tenemos en cuenta que las palabras no tienen sexo, lo que tienen es género. Si a determinadas mujeres -generalmente no de esas que decíamos que eran tan listas- les molesta tanto que el género utilizado en las palabras para referirse a los dos sexos sea el masculino, yo no tengo ningún inconveniente en que lo cambien por el femenino. No me sentiría agredido en absoluto si se me incluyera en el grupo de jugadoras de mus (¿musolarias?), o en el de aficionadas a la fotografía, en el de nacidas en el siglo XX o en el de licenciadas en física nuclear (sobre todo en éste, porque no he estudiado física nuclear), en el de amantas de la naturaleza... ¡ah, no, que son amantes!

Lo que nos lleva a las palabras en las que el género no se identifica con el sexo más que a través del artículo que se le ponga, como estudiante o amante (con éstas el juego del os/as es más llevadero, se produce sólo en el artículo), o incluso aquéllas en las que, si no fuera por el artículo, tendrían que ser sólo para mujeres. Es el caso de malabarista, excursionista, estraperlista... ¿Qué se supone que hay que hacer con éstas palabras? A mí me sonaría tan mal excursionisto como mal me suena jueza.

Y que conste que no estoy diciendo que no hay machismo en este tema. Lo que digo es que el machismo no está exactamente en el lenguaje, sino en lo que nos sugiere, es decir, en nosotros mismos. ¿No queda claro? Pues ahí va un ejemplo: modisto y modista. Cuando uno oye decir modisto, en seguida piensa en un genio creador, en la alta costura, París, el glamour y la repera. Sin embargo la palabra modista (al menos para alguien de mi edad), genera la imagen de una mujer dedicada a "fusilar" las creaciones de los grandes modistos, a coser (nada de crear) ropa "normalita", a darle la vuelta a los abrigos (que creo que, con esta crisis, va a empezar a hacerse de nuevo) y a meter bajos y ensanchar faldas.

Pero de esto, como de casi todo lo demás, no tiene la culpa el lenguaje, sino la educación.

2 de mayo de 2009

El fútbol

A mí el fútbol me da igual pero, al vivir al lado del Bernabéu, me entero de todo lo que pasa ahí. He oído dos veces el escándalo por haber metido un gol y he pensado ¡vaya, el Madrid va a ganar!, pero luego he visto a los aficionados cariacontecidos por la calle, así que he supuesto que había ocurrido una tragedia. He encendido el ordenador y he comprobado que así ha sido. No tan terrible como aquella vez de las cinc campanades que sonaren a la Porta del Sol que cantó La Trinca (eso sí, con la ironía del vulgar cor de granotes; Cruyff, Cruyff, Cruyff), pero lo suficiente para haber hundido en la miseria a todos los madridistas a los que, desde aquí, les ofezco mi comprensión y les recomiendo que piensen en el futuro (en otro año, claro) y que no se lo tomen demasiado a pecho, no hay que agobiarse.
Y desde aquí felicito a mis amigos catalanes, aunque alguno hay que no es del Barça y que, siendo del Espanyol, puede que lamente el resultado tanto como los madridistas. Y a mi hijo pequeño que, aún siendo de Madrid, prefiere que gane el Barcelona, aunque debe de ser más bien por llevar la contraria porque la verdad es que, como a mí, el fútbol le da igual.
Pero siempre que hay partido, como yo no lo sé, me encuentro con la sorpresa de calles cortadas en mi trayecto, coches invadiendo todos los sitios de aparcar -y los que no lo son-, miles de personas con enormes bufandas, gorros, camisetas, banderas, banderolas y banderines, chicharras, globos, petardos (y algunos puede que armas), que esperan que todos estemos tan emocionados y eufóricos como ellos y que nos dé igual que pasen con los semáforos en rojo o conviertan en interminables las esperas en los pasos de cebra... En fin, que siempre que hay partido acabo aparcando -si se puede llamar así a abandonar el coche en cualquier rincón medio taponando algún tipo de acceso- en el quinto infierno, tan lejos del estadio y su extraña influencia en los guardias de tráfico, que dejan aparcar en cualquier sitio, que siempre estoy convencido de que no lo voy a encontrar cuando vuelva a buscarlo.
Así que, aprovechando que esa masa de desgraciados (por el resultado, no quiero insultar a nadie) ya se aleja de mi barrio, voy a ir de excursión a recuperar mi coche -si aún está donde lo dejé- y acercarlo un poco hasta casa.
¡Y luego se extrañan de que no me guste el fútbol!

10 de abril de 2009

La conciencia

Semana Santa. Un tiempo de recogimiento y reflexión, lamentos y penitencias, procesiones y tambores... y también viajes, playa y discoteca. Algunos suertudos incluso tienen su primera experiencia, no religiosa precisamente. Sin olvidarnos de las sopas de ajo, el potaje de vigilia, los buñuelos y croquetas de bacalao, los pasteles de boniato, las torrijas, los pestiños y las monas con longaniza de pascua (¡y se supone que son días de ayuno!). Y, llegando la Pascua, el tiempo de volar cachirulos con mi tío Germán.
Pues, al hilo de la película La Pasión, de Mel Gibson, y hablando del paño de la Verónica -que en la peli sólo se insinúa-, he entrado en la red para ver cuántos paños se conservan: cuatro, dos de ellos en España. No son muchos, teniendo en cuenta que, al parecer, con los fragmentos del lignum crucis que hay repartidos por ahí podríamos crucificar a todos los habitantes de una población de tamaño mediano, y a alguno más que pasaba por allí.
Como les decía, he entrado en la red y me he encontrado en catholic.net un recuadro con un mensaje en el que, primero, se lee:
divorcio express
sociedades de convivencia
aborto
¡¡¡AUXILIO!!!
Y después aparece:
El abogado que conoce a Dios lucha siempre por lo correcto
¡AYÚDALOS!


¿No les plantea ésto a ustedes ninguna duda? Me explico: Está claro que todos, no sólo los abogados, conozcamos a Dios -aunque sólo sea de oídas- o no lo conozcamos, debemos luchar siempre por lo correcto. Claro que ésto -lo correcto- no es exactamente lo mismo para todos. Los divorcios express, las sociedades de convivencia -supongo que se refiere a las parejas de hecho y al matrimonio entre homosexuales- y el aborto pueden no ser correctos para algunos pero son legales. Y aquí está la duda: ¿Cómo afecta ésto a los abogados católicos? Hombre, pueden negarse a llevar asuntos de este tipo, de acuerdo. Pero, ¿qué pasa cuando algún culpable acude a un abogado católico para que le defienda en un juicio? ¿Se niega? Bueno, siempre pueden limitarse a defender a inocentes (aunque poco trabajo tendrían en ese caso).
Bien, supongamos que los abogados católicos luchan siempre por lo correcto, dejando los casos de divorcio y la defensa de los culpables a los malvados abogados no católicos que, como todos sabemos, no tienen conciencia, ni ética, ni nada (y que, desde luego, no tienen hambre ni pasan privaciones porque tienen trabajo para aburrir, y no como los pobres abogados católicos, que dan ganas de darles una limosna cuando acuden a la sala del juicio). Supongámoslo. Pero, entonces, lo que no entiendo es el pequeñísimo número de abogados católicos que debe de haber en este país, teniendo en cuenta el sinnúmero de sinvergüenzas que en este país contratan abogados.
Y si este número no es tan pequeño como aparentemente es, propongo que iniciemos de inmediato una campaña a nivel nacional para orar por la conciencia de todos los abogados católicos que, para no morirse de hambre y atender a las necesidades de su familia (cristiana, claro está, que reza unida y permanece unida), se ven obligados a trabajar y defender a todos los banqueros sin entrañas, empresarios explotadores de emigrantes (y de no emigrantes, por supuesto) y demás gente de mala calaña que les contrata.
Amén.

20 de marzo de 2009

Sinceridad

El otro día he rescatado de las profundidades del "arrebús" (1) una foto de la mili. Parecerá presunción que diga que estaba guapo, pero que yo era (¿soy?) muy guapo no sólo es verídico, sino que además es cierto. He enseñado la foto (no por presumir, no crean, nada más lejos de mi intención), a las mujeres que conozco (la opinión de los hombres era irrelevante), y han coincidido todas en que estoy guapísimo. Es más, han dicho que me parecía a Brad Pitt. No lo sé; pongo la foto aquí para que juzguen ustedes mismos.

Pero el título no se refiere a la sinceridad que espero de ustedes en este asunto (que la espero), sino a la conveniencia de ser sinceros siempre. En muchas ocasiones puede resultar contraproducente. Y no me refiero a algo tan obvio como la necesidad de mentir cuando te acusan de cometer un asesinato... que has cometido, por supuesto, No, me refiero a cosas más baladíes, aunque la importancia de las cosas es relativa. Por ejemplo, cuando te enseñan a un recién nacido. Los neonatos suelen ser poco agraciados, por no decir sencillamente feos. Tienen ese aspecto de no estar terminados del todo, de faltarles relleno, de estar algo deshinchados. Luego, en muy pocos días, adquieren ese aspecto orondo de bebé que hace que, aun los feos, parezcan guapos (aunque no me entra en la cabeza cómo, siendo tan parecidos a Alfred Hitchcock, puedan resultar tan monos).

Pues bien, los que te enseñan al neonato esperan una reacción inmediata consistente en un ¡Oh! sorprendido por ver un niñito tan lindo, una sonrisa encantadora, alzamiento de cejas, aspavientos diversos y carantoñas múltiples, cuando, en muchas ocasiones, la reacción inmediata, si careciéramos de control sobre nuestras expresiones, sería un ¡Ah! ligeramente aterrado, un fruncimiento de cejas, protegerse de la visión con las manos ante el rostro y gemidos múltiples, todo ello acompañado de un ¡Qué horror! para rematar el cuadro. Y, salvo en casos aislados en los que el neonato es tan horroroso que no te lo quieren enseñar por mucho que insistas porque, por ejemplo, recuerda muchísimo a Jordi Pujol saliendo de la tripa de aquél en Marte, hay que poner buena cara, hacer las carantoñas y afirmar, impasible el ademán, que es el recién nacido más mono que has visto en tu vida. Es en esos momentos de prueba cuando crees que te mereces un Óscar más que cualquiera de los que los han ganado.

Hay otras ocasiones en las que la sinceridad puede resultar peligrosa. Imaginemos que acabas de hacer el amor con tu pareja y estáis los dos relajados mirando hacia el techo. Entonces ella te pregunta: ¿En qué piensas? Ahí tienes que estar rápido de mente y contestar, por ejemplo: En lo mucho que te quiero, amor mío. No puedes ser sincero. Es uno de esos casos claros en los que la sinceridad puede conducirte al desastre.Tienes que mentir porque no puedes decir la verdad: Pensaba en cómo se las arreglarán las moscas para no caerse del techo, amada mía.

H
(1) Tengo que contar un chiste: Karina va actuar a un pueblo y dice que cantará lo que le pidan. El pueblo en pleno grita: ¡El arrebús, canta el arrebús! Karina, naturalmente, no sabe de qué le hablan y así se lo dice, pero ellos insisten: ¡El arrebús, el arrebús! Finalmente, desesperada, pide que se la canten y todos cantan: Arrebuscando en el baúl de los recuerdos, uh uh uh...
Pues bien, el "arrebús" es, claro está, el baúl de los recuerdos.

18 de marzo de 2009

Los momentos

Acabo de leer, en el número 68 de Nueva Dimensión, de agosto de 1975 (nada menos), una referencia que hace Alfred Bester a la inscripción que, según Gibbon (quien, además de ser ese señor tan gracioso de la caricatura de la derecha, es el autor de una obra emblemática sobre el Imperio Romano: The History of the Decline and Fall of the Roman Empire), se encontraba en la puerta interior del retiro privado de un rey musulmán: He sido soberano absoluto durante cincuenta años, sin temer a nadie y teniendo el mundo en mis manos. Gozos, placeres y lujos estaban a mi alcance, sólo tenía que dar una orden. Mis enemigos me han temido y mi pueblo me ha amado y me ha respetado. Y sólo he sido feliz exactamente catorce días. Lo que viene a ser algo así como: mucho poder y mucha leche, pero pocas satisfacciones.

[Esto nos podría conducir a otra entrada, casi tan aburrida como la anterior, analizando los motivos -en gran medida altruistas- que impulsaron a los políticos a querer serlo, y si perduran y con qué intensidad cuando finalmente alcanzan el poder y se dan cuenta de lo ingrato que puede resultar, pero voy a evitarosla. De nada.]

A lo que íbamos. Alfred Bester dice que resultaría apasionante seguir la pista a esos catorce días de felicidad, los únicos en cincuenta años de "tenerlo todo".

Y es que, al igual que una película está hecha de fotogramas y el tiempo de segundos, el recuerdo está hecho de momentos: no recordamos nuestra vida, sino los momentos que hemos vivido. Si hemos tenido suerte los buenos han sido más que los malos. Y si tenemos más suerte todavía, recordamos los buenos más que los malos, que se van difuminando en la memoria. Esto es lógico: cuando recordamos los buenos momentos -un amanecer en alguna playa con amigos tras haber estado hablando toda la noche de todo lo humano y lo divino; la primera vez que viste el mar (si tienes la suerte de recordarlo); un viaje nocturno realizado por el impulso de ir a ver salir el sol del mar; el primer encuentro con la nieve (un amigo mío de Orihuela, ya bien mayor, alucinó cuando lo subimos a Navacerrada); el primer beso en la boca (en una fiesta de disfraces disfrazado de "Wild Bill" Hickock, aunque también podía ser Buffalo Bill, pero lo de Hickock le pareció más glamuroso a mi amiga Vero); la primera vez que hiciste el amor (en el coche, o en la cama de tus padres, o en la de los suyos, o en un parque, o en una barca varada en una playa mediterránea, un suponer)-, cuando los recordamos, decía, lo hacemos con fruición, intentando revivir la intensidad con la que los vivimos. Los malos momentos, los malos de verdad -no pienso poner ejemplos, como soy un suertudo no los recuerdo-, cuando se abren paso entre tus pensamientos, evocados vete tú a saber por qué (¿os habéis dado cuenta de que los olores tienen un fantástico poder de evocación?), intentas alejarlos, los rechazas y, antes o después, consigues devolverlos a la sima de donde han surgido, lo que hace que se difuminen y cada vez reaparezcan más debilitados.

También -afortunadamente, ya que si sólo te acuerdas de los momentos felices en sentido estricto las remembranzas se te acaban muy pronto- existen momentos no tan emblemáticos, sea por su propia naturaleza, sea por estar "contaminados" con, por ejemplo el aburrimiento. Esto se da mucho en las reuniones familiares: estás contento de verte con tu familia (al menos con casi toda) pero, como los tienes muy vistos, te aburres un poco (o un mucho, según cómo sean). El caso es que este tipo de recuerdos, si bien no te asaltan tan a menudo como los buenos, también los tienes a mano en tu archivo.

Por último, hay un tipo de recuerdos que te gustaría olvidar pero no puedes. Reaparecen en tu consciencia sin venir a cuento, sólo para mortificarte (poco, no son tan terribles): los momentos en los que has hecho el ridículo, esos momentos en los que te has encontrado con el culo al aire, casi tan grimosos como esos sueños en los que te encuentras desnudo en un sitio público (grimosos siempre que no seas bailarín de striptease) sin saber cómo ni por qué, y sin medios para taparte o largarte corriendo a casa. De esos todos tenemos algunos y constituyen la salsa agridulce de nuestra memoria, y todos esperamos que nadie los rememore en nuestro funeral.

Todo esto no sé a qué venía... ¡ah, sí, Alfred Bester y la inscripción! Bien, para que no nos pase como al rey musulmán debemos intentar hacer caso a Horacio y a su tan famoso carpe diem, procurando que los "diem" sean lo más satisfactorios posible. Porque, no conviene olvidarlo, los momentos perdidos no hay quien los recupere. Y si no que se lo pregunten a Proust.

20 de enero de 2009

Vuelvo, aunque no sé por cuanto tiempo...

...por nada en especial, simplemente porque hace falta cierto tesón para mantener esto vivo y, claro está, ideas para escribir algo que valga la pena leer.

Han pasado casi tres años desde la última vez que escribí algo y, lamentablemente (o afortunadamente), mi vida sigue siendo la misma (es lo que suele pasarnos a todos: una vez "establecidos" la vida se "monotoniza"). Es verdad que he hecho algún que otro viaje (viajar y la lectura son los dos únicos vicios que me permito... bueno, e ir al cine... también salir al campo a andar... montar en bici... ¡caramba, bastantes cosas!) pero en general la vida se arrastra lenta y monótonamente.

Aunque no tan lentamente, ya que parece que ocurrieron ayer mismo un montón de cosas de hace un montón de tiempo, como el incendio del Windsor, los atentados del 11M y los del 11S, el cambio de siglo (el 31 de diciembre del 2000, ¿eh?), las Olimpiadas de Barcelona, la Expo de Sevilla, el mundial de fútbol (y eso fue nada menos que en 1982, pero yo aún tengo pesadillas con Naranjito), la victoria de Obama... ¡Ah, no, eso ha sido el otro día! Es que parece que fue hace mucho tiempo, porque se han publicado artículos y comentarios como para llenar los periódicos de varios años.

Y no es para menos: ¡un negro en la Casa Blanca! Si George Washington levantara la cabeza, y no estuviera muerto desde ha
ce más de trescientos años, se moría del susto. Porque no olvidemos que Washington tenía esclavos, como todos los americanos ricos -y los no tan ricos- de su época. ¿Que si él era rico? Pues lo suficiente como para rechazar el sueldo anual de 25.000 $ que, si al cambio actual es una pasta (algo más de 19.000 €, unos 3.200.000 Pts) en aquel tiempo era un pastón.

Lo que nos lleva a los motivos para meterse en política. Habitualmente se piensa (o eso pretenden los políticos que pensemos) que es por un afán de servir a la comunidad y alcanzar una sociedad más justa (o más injusta, según de que partido se sea). Esto es indudable en casos como el de Washington, en el que se rechaza la remuneración correspondiente al cargo, pero a los demás la honradez y el espíritu de sacrificio sólo se les supone (como el valor en la mili). Y no es que yo pretenda que los políticos no cobren, válgame Dios: eso nos pondría en manos de una oligarquía y para eso no hubiera hecho falta la revolución francesa; no, yo me conformaría con que tantos de ellos no se llenasen los bolsillos con comisiones y chanchullos.

Y es que nunca he entendido muy bien ese afán de gobernar, porque debe de ser uno de los trabajos más ingratos que hay, y el que crea que es una sinecura se equivoca... aunque es cierto que muchos políticos no hacen nada más que pasar el tiempo (poco) en el Congreso esperando el momento de apretar un botón para votar, generalmente no lo que se piensa, sino lo que manda el partido.

Y así llegamos al tema de la representación parlamentaria. ¿De verdad es necesario gastarse un pastón en los sueldos de los Diputados para que luego no sirvan más que para apretar un botón? Sería más sencillo, y sobre todo más barato, que sólo hubiera un fulano de cada partido que, al votar, votara por todos los escaños obtenidos en las elecciones. El resultado sería exactamente el mismo a efectos prácticos, y mucho más beneficioso para el país a efectos económicos. Porque antiguamente los representantes lo eran de verdad, es decir, estaban sujetos al mandato de sus representados, sin que yo pretenda que ese modelo sea mejor que el moderno (creo que no lo es). Es más, el mandato representativo (el moderno, defendido en Francia por los liberales frente a los estamentos conservadores) triunfa sobre el mandato imperativo con sólidos argumentos. Sieyès dice, en 1789: El diputado lo es de la nación entera: todos los diputados son sus comitentes [...] no querréis que un diputado de todos los ciudadanos del reino se haga eco del voto de los habitantes de una municipalidad contra la voluntad de la nación entera. Pero claro, no creo que Sieyès estuviera pensando en una Asamblea en la que los diputados votaran lo que mandara el partido, sino que votaran, en conciencia, lo que consideraran mejor para toda la nación, olvidándose de los intereses particulares de sus votantes. No hay más que leer lo que dijo Condorcet, defendiendo lo mismo en 1791: Como mandatario del pueblo haré lo que crea más conforme a sus intereses. Me ha enviado para exponer mis ideas, no las suyas; el primero de mis deberes para con él es la independencia absoluta de mis opiniones, y no creo que al hablar de sus opiniones se estuviera refiriendo a las de su partido. Porque si la idea fuera votar lo que ordenara el partido no tendrían sentido los argumentos de Mirabeau a favor del mandato representativo: Si estamos vinculados por nuestras instrucciones no tenemos más que dejar los cuadernos sobre la mesa y volvernos a casa. Eso es exactamente lo que podrían hacer nuestros diputados actuales, con la ventaja de que no tendrían siquiera que dejar cuaderno alguno sobre la mesa: bastaría con que dejaran pulsado el botón que les ordenaran.

Me estoy dando cuenta de lo deslavazado, inconexo y caótico que está resultando este escrito, así que lo dejo antes de aburriros un poco más. Espero ser más ameno en las (posibles) sucesivas entregas.

16 de agosto de 2006

Periodista

El periodismo es una profesión muy ambigua. Igual se llama periodista al que -con nuestro agradecimiento- es capaz de destapar una trama de corrupción en la Administración como al que se dedica, de forma un tanto indigna, a airear los trapos sucios personales de personajes más o menos conocidos -más bien menos: el otro día hablaban en un programa de cotilleo de una chica absolutamente desconocida para mí y seguramente, al menos eso espero, para la mayoría de los que lo vieron que era, lo averigüé tras bastante rato, algo así como la novia de uno que en tiempos estuvo liado con otra que, a su vez, fue novia de la pareja de una pedorra semi (semi-conocida, demi-mondaine, etc.).

Y el caso es que el periodismo, el de verdad, merece todos nuestros respetos; es cierto que a veces resulta excesivo su celo, como cuando intentan entrevistar a toda costa a alguien a quien se le acaba de morir violentamente un ser querido, pero esa insistencia y ese celo son los que han destapado asuntos como el Watergate, el Irangate, los fondos reservados, el escándalo ENRON o el reciente StockGate (una estafa que comete una mafia de corredores de bolsa con la práctica de la llamada “venta corta” de acciones). ¿Que si esto es importante? ¡Muchísimo! Es la única garantía real de que los que detentan el poder (aunque no lo ostenten) no van a pasarse de la raya con sus manejos y sus chanchullos.

Tampoco hay que pensar que es una profesión cómoda y tranquila, a la que se dedican unos cuantos borrachines (sí, ya sé que he visto muchas películas americanas de los 40's y 50's; es que soy mayor, ya lo he dicho más veces), porque muchos se juegan su trabajo, su bienestar y hasta su vida; algunos en su propia casa, siendo el blanco de venganzas, otros muchos en guerras y conflictos que a veces, desgraciadamente, nos parece que no van con nosotros. Y no todos tienen la suerte de terminar vivos, como Humprey Bogart en El cuarto poder (¿os dáis cuenta? Una película de 1952): en 2005 murieron violentamente al menos 63 periodistas, y 53 en 2004, sin olvidarnos de los 1.300 agredidos en 2005 y los 123 encarcelados a 1 de enero de 2006 (http://www.rsf.org/). Nunca les estaremos suficientemente agradecidos.

Y es que no debemos olvidar que, aunque San Juan escribió que La verdad os hará libres, lo que nos hará libres de verdad no es la verdad en sí misma, sino el conocerla y eso, casi siempre, se lo deberemos a los periodistas.

Enfermo

Estar enfermo es, como mínimo, una lata. Claro que todo depende de la percepción de la situación.
Yo recuerdo con cariño aquellos días en los que, al despertar, tosías como un perro, o te dolía la tripa, o el oído, o tenías algo de fiebre. De inmediato te convertías en lo más importante de la casa y todo eran mimos y consuelo. Hasta se llamaba a un señor tan importante como pueda serlo el médico "de casa" (porque os diré, queridos niños, que yo soy lo bastante viejo como para recordar los tiempos en que -al menos en las casas pudientes como, lo reconozco sin pizca de vergüenza, era la mía- se tenía un médico "de casa") para que diagnosticara y tratara el mal. El Dr. Zapater -que así se llamaba- venía, te auscultaba, te hacía sacar la lengua y finalmente, como solía ocurrir con los niños, decía que no era nada importante y recetaba el remedio adecuado.
Entonces, una vez medicado, te arrebujabas entre las sábanas y pensabas en lo maravilloso que sería ese día sin clase, sobre todo si la magia del médico te quitaba ese maldito dolor de oídos. Y, como la naturaleza infantil es fuerte, el dolor de oídos remitía y tú te encontrabas en la maravillosa situación de disponer de varias horas en horario desacostumbrado.
Recuerdo alguna ocasión en la que, aprovechando que la cama era, desde mi perspectiva, enorme, repartí sobre ella álbumes de cromos (Los Vikingos -que me trajo mi tía Mercedes con una montaña de cromos cuando me rompí la pierna-, con sus grandes imágenes formadas por -creo recordar- doce cromos cada una, o Vida y Color, con la que aprendí las razas de los cinco Continentes, los músculos, los huesos y animales que hasta ese momento eran desconocidos como la Hormiga Roja, los Pandas, etc., o las Maravillas del Mundo, de Nestlé, con las que aprendí lo que era un arco iris y que Hillary había sido el primero en escalar el Everest), algunos cochecitos -los maravillosos MiniCar- y, cómo no, el fuerte -Fort Apache- poblado por el séptimo de caballería y asediado por un grupo de malvados indios (malvados, sí, porque cuando yo era pequeño los indios siempre eran los malos). Menos mal que los americanos contaban con la inestimable ayuda del Hombre Enmascarado -el espíritu que camina- para acabar con los salvajes.
También tenía sobre la cama un muñeco -un boxeador, Bullo il Duro- al que su profesión libraba de ser un asunto de niñas, y también uno de los juguetes que más me pasmaron cuando era niño: el robot Robbie de Perdidos en el Espacio, capaz de proporcionar a sus amos desde una exquisita comida hasta un collar de diamantes. Me lo trajeron de un lugar entonces tan exótico como Nueva York y funcionaba a pilas -cuando aquí casi todo funcionaba a cuerda-, avanzando lenta y solemnemente sobre la alfombra de mi habitación.
Pero, claro, pasan los años y llega un momento en el que un simple dolor de tripa o un poco de fiebre no son motivo suficiente para no acudir al trabajo -¡la maldita responsabilidad del ser humano!-. Entonces, cuando estás enfermo de verdad, tan enfermo como para quedarte en casa, estás hecho polvo, sin ganas de nada, ni de disfrutar de los cromos, ni de jugar con los indios, ni de conducir temerariamente por el relieve de la manta... Ni siquiera de algo tan poco exigente como hojear una revista o mirar -porque realmente no la ves- la televisión (aunque más vale, porque para lo que ponen por las mañanas... Y por las tardes... Y por las noches, si vamos al caso).
Todo este rollo para llegar a una conclusión a la que ya llegó un sabio hace algún tiempo: Todo es relativo.

Presunciones

Presumir es algo inherente al ser humano. Tanto juzgar o conjeturar algo (primera acepción de la Academia) como vanagloriarse, o cuidar mucho una persona su arreglo para parecer atractiva (segunda y tercera acepciones, respectivamente).
Indudablemente, la más trascendente es la primera, tanto por lo que significa el hecho de que constantemente estemos suponiendo cosas (actitud muy conveniente para el investigador, ya que las hipótesis no dejan de ser presunciones, pero peligrosa para las relaciones humanas: es tan fácil dejarse llevar por lo que se supone...) como por las presunciones legales, concretamente la presunción de inocencia. No hay nada más importante para la salvaguarda de nuestro derecho a la libertad, pero parece que en la actualidad se puede presumir de muchas cosas, salvo de inocencia.
Porque todos los detenidos son presuntos culpables de algo. ¿No sería más adecuado decir que se había detenido al presunto inocente de un delito? Claro que eso de detener a un inocente, aunque sea presunto, queda feo. Pero eso es lo que se hace, ¿no? Ya sé, lo que hay que decir es que se ha detenido al presunto inocente sospechoso de la comisión de un delito. Algo farragoso pero mucho más preciso, dónde va a parar.
Una presunción que siempre me ha gustado, por la candidez que demuestra, es la del valor. A los que hemos hecho la mili nos dieron, al finalizar, la llamada cartilla militar, un documento en el que se reflejaban tus cualidades como soldado. En un apartado figura lo siguiente: Valor, se le supone. Menos mal que no tuvimos que demostrarlo, porque barrunto (otra presunción, ya sé, pero bastante fundada) que, al primer disparo enemigo, la mayoría nos hubiéramos ido, tarareando entre dientes el Imagine de Lennon.
Pero una de las presunciones más fascinantes es la del jamón, contradictoria en sí misma. Id a un supermercado y acercaos a los refigerados. Veréis sobres con lonchas de jamón al vacío en los que, a un lado, está escrito Jamón Serrano; el letrero parece que no deja lugar a dudas: ese sobre contiene jamón serrano. Se puede presumir que es bueno si el aspecto lo confirma, las vetas son adecuadas, la marca es de confianza y, aunque no sea determinante, si es caro. Pero no cabe presumir nada más.
Entonces llevas la vista al otro lado del sobre y allí, en letras tan destacadas como las anteriores pone, sin reparo ni vergüenza, ¡Presunto Serrano! El conflicto se desata y la realidad parece desdibujarse, el pulso se acelera y todo parece dar vueltas. ¿Es serrano o sólo se presume? ¿Es que no puede uno fiarse ya de la letra impresa? Ese pensamiento te hace reflexionar y reparas en las innumerables veces que la letra impresa no ha sido de fiar. Respiras hondo, te estabilizas y, cuando te recuperas y miras de nuevo el sobre con resignada decepción, una información aflora a tu mente y sonríes.
Todo vuelve a encajar y a ajustarse cuando recuerdas que presunto es jamón en portugués.