18 de marzo de 2009

Los momentos

Acabo de leer, en el número 68 de Nueva Dimensión, de agosto de 1975 (nada menos), una referencia que hace Alfred Bester a la inscripción que, según Gibbon (quien, además de ser ese señor tan gracioso de la caricatura de la derecha, es el autor de una obra emblemática sobre el Imperio Romano: The History of the Decline and Fall of the Roman Empire), se encontraba en la puerta interior del retiro privado de un rey musulmán: He sido soberano absoluto durante cincuenta años, sin temer a nadie y teniendo el mundo en mis manos. Gozos, placeres y lujos estaban a mi alcance, sólo tenía que dar una orden. Mis enemigos me han temido y mi pueblo me ha amado y me ha respetado. Y sólo he sido feliz exactamente catorce días. Lo que viene a ser algo así como: mucho poder y mucha leche, pero pocas satisfacciones.

[Esto nos podría conducir a otra entrada, casi tan aburrida como la anterior, analizando los motivos -en gran medida altruistas- que impulsaron a los políticos a querer serlo, y si perduran y con qué intensidad cuando finalmente alcanzan el poder y se dan cuenta de lo ingrato que puede resultar, pero voy a evitarosla. De nada.]

A lo que íbamos. Alfred Bester dice que resultaría apasionante seguir la pista a esos catorce días de felicidad, los únicos en cincuenta años de "tenerlo todo".

Y es que, al igual que una película está hecha de fotogramas y el tiempo de segundos, el recuerdo está hecho de momentos: no recordamos nuestra vida, sino los momentos que hemos vivido. Si hemos tenido suerte los buenos han sido más que los malos. Y si tenemos más suerte todavía, recordamos los buenos más que los malos, que se van difuminando en la memoria. Esto es lógico: cuando recordamos los buenos momentos -un amanecer en alguna playa con amigos tras haber estado hablando toda la noche de todo lo humano y lo divino; la primera vez que viste el mar (si tienes la suerte de recordarlo); un viaje nocturno realizado por el impulso de ir a ver salir el sol del mar; el primer encuentro con la nieve (un amigo mío de Orihuela, ya bien mayor, alucinó cuando lo subimos a Navacerrada); el primer beso en la boca (en una fiesta de disfraces disfrazado de "Wild Bill" Hickock, aunque también podía ser Buffalo Bill, pero lo de Hickock le pareció más glamuroso a mi amiga Vero); la primera vez que hiciste el amor (en el coche, o en la cama de tus padres, o en la de los suyos, o en un parque, o en una barca varada en una playa mediterránea, un suponer)-, cuando los recordamos, decía, lo hacemos con fruición, intentando revivir la intensidad con la que los vivimos. Los malos momentos, los malos de verdad -no pienso poner ejemplos, como soy un suertudo no los recuerdo-, cuando se abren paso entre tus pensamientos, evocados vete tú a saber por qué (¿os habéis dado cuenta de que los olores tienen un fantástico poder de evocación?), intentas alejarlos, los rechazas y, antes o después, consigues devolverlos a la sima de donde han surgido, lo que hace que se difuminen y cada vez reaparezcan más debilitados.

También -afortunadamente, ya que si sólo te acuerdas de los momentos felices en sentido estricto las remembranzas se te acaban muy pronto- existen momentos no tan emblemáticos, sea por su propia naturaleza, sea por estar "contaminados" con, por ejemplo el aburrimiento. Esto se da mucho en las reuniones familiares: estás contento de verte con tu familia (al menos con casi toda) pero, como los tienes muy vistos, te aburres un poco (o un mucho, según cómo sean). El caso es que este tipo de recuerdos, si bien no te asaltan tan a menudo como los buenos, también los tienes a mano en tu archivo.

Por último, hay un tipo de recuerdos que te gustaría olvidar pero no puedes. Reaparecen en tu consciencia sin venir a cuento, sólo para mortificarte (poco, no son tan terribles): los momentos en los que has hecho el ridículo, esos momentos en los que te has encontrado con el culo al aire, casi tan grimosos como esos sueños en los que te encuentras desnudo en un sitio público (grimosos siempre que no seas bailarín de striptease) sin saber cómo ni por qué, y sin medios para taparte o largarte corriendo a casa. De esos todos tenemos algunos y constituyen la salsa agridulce de nuestra memoria, y todos esperamos que nadie los rememore en nuestro funeral.

Todo esto no sé a qué venía... ¡ah, sí, Alfred Bester y la inscripción! Bien, para que no nos pase como al rey musulmán debemos intentar hacer caso a Horacio y a su tan famoso carpe diem, procurando que los "diem" sean lo más satisfactorios posible. Porque, no conviene olvidarlo, los momentos perdidos no hay quien los recupere. Y si no que se lo pregunten a Proust.

5 comentarios:

migüel dijo...

Quizá las fracciones de tiempo sean el quid de los momentos ... ¿cuanto dura un momento? .. y .. ¿un momento eterno ? .. Tambien es verdad que como Franco Batiato dice "los horizontes perdidos no regresan jamás" ... La estación de los amores , la canción.

Espero que te hagan mas comentarios .. Por lo que veo solo yo oso .

No le pillo el tris tras al blog .. Supongo que en "un momento dado" lo conseguiré

Miguel

Pablo dijo...

Retruécanos y rempámpanos, has regresado al mundo bloguero... quizá sea el momento de hacer lo propio.

carlosmf dijo...

Sí, Pablo, porque aunque acabo de poner tus blogs (mira que tener dos, ¡qué pretencioso!) en favoritos o cómo se llame, he descubiertto que no los actualizas desde el verano. ¡Vaya morro!

resnoesmesqui dijo...

sois dignos uno del otro

resnoesmesqui dijo...

sois dignos uno del otro