20 de marzo de 2009

Sinceridad

El otro día he rescatado de las profundidades del "arrebús" (1) una foto de la mili. Parecerá presunción que diga que estaba guapo, pero que yo era (¿soy?) muy guapo no sólo es verídico, sino que además es cierto. He enseñado la foto (no por presumir, no crean, nada más lejos de mi intención), a las mujeres que conozco (la opinión de los hombres era irrelevante), y han coincidido todas en que estoy guapísimo. Es más, han dicho que me parecía a Brad Pitt. No lo sé; pongo la foto aquí para que juzguen ustedes mismos.

Pero el título no se refiere a la sinceridad que espero de ustedes en este asunto (que la espero), sino a la conveniencia de ser sinceros siempre. En muchas ocasiones puede resultar contraproducente. Y no me refiero a algo tan obvio como la necesidad de mentir cuando te acusan de cometer un asesinato... que has cometido, por supuesto, No, me refiero a cosas más baladíes, aunque la importancia de las cosas es relativa. Por ejemplo, cuando te enseñan a un recién nacido. Los neonatos suelen ser poco agraciados, por no decir sencillamente feos. Tienen ese aspecto de no estar terminados del todo, de faltarles relleno, de estar algo deshinchados. Luego, en muy pocos días, adquieren ese aspecto orondo de bebé que hace que, aun los feos, parezcan guapos (aunque no me entra en la cabeza cómo, siendo tan parecidos a Alfred Hitchcock, puedan resultar tan monos).

Pues bien, los que te enseñan al neonato esperan una reacción inmediata consistente en un ¡Oh! sorprendido por ver un niñito tan lindo, una sonrisa encantadora, alzamiento de cejas, aspavientos diversos y carantoñas múltiples, cuando, en muchas ocasiones, la reacción inmediata, si careciéramos de control sobre nuestras expresiones, sería un ¡Ah! ligeramente aterrado, un fruncimiento de cejas, protegerse de la visión con las manos ante el rostro y gemidos múltiples, todo ello acompañado de un ¡Qué horror! para rematar el cuadro. Y, salvo en casos aislados en los que el neonato es tan horroroso que no te lo quieren enseñar por mucho que insistas porque, por ejemplo, recuerda muchísimo a Jordi Pujol saliendo de la tripa de aquél en Marte, hay que poner buena cara, hacer las carantoñas y afirmar, impasible el ademán, que es el recién nacido más mono que has visto en tu vida. Es en esos momentos de prueba cuando crees que te mereces un Óscar más que cualquiera de los que los han ganado.

Hay otras ocasiones en las que la sinceridad puede resultar peligrosa. Imaginemos que acabas de hacer el amor con tu pareja y estáis los dos relajados mirando hacia el techo. Entonces ella te pregunta: ¿En qué piensas? Ahí tienes que estar rápido de mente y contestar, por ejemplo: En lo mucho que te quiero, amor mío. No puedes ser sincero. Es uno de esos casos claros en los que la sinceridad puede conducirte al desastre.Tienes que mentir porque no puedes decir la verdad: Pensaba en cómo se las arreglarán las moscas para no caerse del techo, amada mía.

H
(1) Tengo que contar un chiste: Karina va actuar a un pueblo y dice que cantará lo que le pidan. El pueblo en pleno grita: ¡El arrebús, canta el arrebús! Karina, naturalmente, no sabe de qué le hablan y así se lo dice, pero ellos insisten: ¡El arrebús, el arrebús! Finalmente, desesperada, pide que se la canten y todos cantan: Arrebuscando en el baúl de los recuerdos, uh uh uh...
Pues bien, el "arrebús" es, claro está, el baúl de los recuerdos.

18 de marzo de 2009

Los momentos

Acabo de leer, en el número 68 de Nueva Dimensión, de agosto de 1975 (nada menos), una referencia que hace Alfred Bester a la inscripción que, según Gibbon (quien, además de ser ese señor tan gracioso de la caricatura de la derecha, es el autor de una obra emblemática sobre el Imperio Romano: The History of the Decline and Fall of the Roman Empire), se encontraba en la puerta interior del retiro privado de un rey musulmán: He sido soberano absoluto durante cincuenta años, sin temer a nadie y teniendo el mundo en mis manos. Gozos, placeres y lujos estaban a mi alcance, sólo tenía que dar una orden. Mis enemigos me han temido y mi pueblo me ha amado y me ha respetado. Y sólo he sido feliz exactamente catorce días. Lo que viene a ser algo así como: mucho poder y mucha leche, pero pocas satisfacciones.

[Esto nos podría conducir a otra entrada, casi tan aburrida como la anterior, analizando los motivos -en gran medida altruistas- que impulsaron a los políticos a querer serlo, y si perduran y con qué intensidad cuando finalmente alcanzan el poder y se dan cuenta de lo ingrato que puede resultar, pero voy a evitarosla. De nada.]

A lo que íbamos. Alfred Bester dice que resultaría apasionante seguir la pista a esos catorce días de felicidad, los únicos en cincuenta años de "tenerlo todo".

Y es que, al igual que una película está hecha de fotogramas y el tiempo de segundos, el recuerdo está hecho de momentos: no recordamos nuestra vida, sino los momentos que hemos vivido. Si hemos tenido suerte los buenos han sido más que los malos. Y si tenemos más suerte todavía, recordamos los buenos más que los malos, que se van difuminando en la memoria. Esto es lógico: cuando recordamos los buenos momentos -un amanecer en alguna playa con amigos tras haber estado hablando toda la noche de todo lo humano y lo divino; la primera vez que viste el mar (si tienes la suerte de recordarlo); un viaje nocturno realizado por el impulso de ir a ver salir el sol del mar; el primer encuentro con la nieve (un amigo mío de Orihuela, ya bien mayor, alucinó cuando lo subimos a Navacerrada); el primer beso en la boca (en una fiesta de disfraces disfrazado de "Wild Bill" Hickock, aunque también podía ser Buffalo Bill, pero lo de Hickock le pareció más glamuroso a mi amiga Vero); la primera vez que hiciste el amor (en el coche, o en la cama de tus padres, o en la de los suyos, o en un parque, o en una barca varada en una playa mediterránea, un suponer)-, cuando los recordamos, decía, lo hacemos con fruición, intentando revivir la intensidad con la que los vivimos. Los malos momentos, los malos de verdad -no pienso poner ejemplos, como soy un suertudo no los recuerdo-, cuando se abren paso entre tus pensamientos, evocados vete tú a saber por qué (¿os habéis dado cuenta de que los olores tienen un fantástico poder de evocación?), intentas alejarlos, los rechazas y, antes o después, consigues devolverlos a la sima de donde han surgido, lo que hace que se difuminen y cada vez reaparezcan más debilitados.

También -afortunadamente, ya que si sólo te acuerdas de los momentos felices en sentido estricto las remembranzas se te acaban muy pronto- existen momentos no tan emblemáticos, sea por su propia naturaleza, sea por estar "contaminados" con, por ejemplo el aburrimiento. Esto se da mucho en las reuniones familiares: estás contento de verte con tu familia (al menos con casi toda) pero, como los tienes muy vistos, te aburres un poco (o un mucho, según cómo sean). El caso es que este tipo de recuerdos, si bien no te asaltan tan a menudo como los buenos, también los tienes a mano en tu archivo.

Por último, hay un tipo de recuerdos que te gustaría olvidar pero no puedes. Reaparecen en tu consciencia sin venir a cuento, sólo para mortificarte (poco, no son tan terribles): los momentos en los que has hecho el ridículo, esos momentos en los que te has encontrado con el culo al aire, casi tan grimosos como esos sueños en los que te encuentras desnudo en un sitio público (grimosos siempre que no seas bailarín de striptease) sin saber cómo ni por qué, y sin medios para taparte o largarte corriendo a casa. De esos todos tenemos algunos y constituyen la salsa agridulce de nuestra memoria, y todos esperamos que nadie los rememore en nuestro funeral.

Todo esto no sé a qué venía... ¡ah, sí, Alfred Bester y la inscripción! Bien, para que no nos pase como al rey musulmán debemos intentar hacer caso a Horacio y a su tan famoso carpe diem, procurando que los "diem" sean lo más satisfactorios posible. Porque, no conviene olvidarlo, los momentos perdidos no hay quien los recupere. Y si no que se lo pregunten a Proust.