16 de agosto de 2006

Enfermo

Estar enfermo es, como mínimo, una lata. Claro que todo depende de la percepción de la situación.
Yo recuerdo con cariño aquellos días en los que, al despertar, tosías como un perro, o te dolía la tripa, o el oído, o tenías algo de fiebre. De inmediato te convertías en lo más importante de la casa y todo eran mimos y consuelo. Hasta se llamaba a un señor tan importante como pueda serlo el médico "de casa" (porque os diré, queridos niños, que yo soy lo bastante viejo como para recordar los tiempos en que -al menos en las casas pudientes como, lo reconozco sin pizca de vergüenza, era la mía- se tenía un médico "de casa") para que diagnosticara y tratara el mal. El Dr. Zapater -que así se llamaba- venía, te auscultaba, te hacía sacar la lengua y finalmente, como solía ocurrir con los niños, decía que no era nada importante y recetaba el remedio adecuado.
Entonces, una vez medicado, te arrebujabas entre las sábanas y pensabas en lo maravilloso que sería ese día sin clase, sobre todo si la magia del médico te quitaba ese maldito dolor de oídos. Y, como la naturaleza infantil es fuerte, el dolor de oídos remitía y tú te encontrabas en la maravillosa situación de disponer de varias horas en horario desacostumbrado.
Recuerdo alguna ocasión en la que, aprovechando que la cama era, desde mi perspectiva, enorme, repartí sobre ella álbumes de cromos (Los Vikingos -que me trajo mi tía Mercedes con una montaña de cromos cuando me rompí la pierna-, con sus grandes imágenes formadas por -creo recordar- doce cromos cada una, o Vida y Color, con la que aprendí las razas de los cinco Continentes, los músculos, los huesos y animales que hasta ese momento eran desconocidos como la Hormiga Roja, los Pandas, etc., o las Maravillas del Mundo, de Nestlé, con las que aprendí lo que era un arco iris y que Hillary había sido el primero en escalar el Everest), algunos cochecitos -los maravillosos MiniCar- y, cómo no, el fuerte -Fort Apache- poblado por el séptimo de caballería y asediado por un grupo de malvados indios (malvados, sí, porque cuando yo era pequeño los indios siempre eran los malos). Menos mal que los americanos contaban con la inestimable ayuda del Hombre Enmascarado -el espíritu que camina- para acabar con los salvajes.
También tenía sobre la cama un muñeco -un boxeador, Bullo il Duro- al que su profesión libraba de ser un asunto de niñas, y también uno de los juguetes que más me pasmaron cuando era niño: el robot Robbie de Perdidos en el Espacio, capaz de proporcionar a sus amos desde una exquisita comida hasta un collar de diamantes. Me lo trajeron de un lugar entonces tan exótico como Nueva York y funcionaba a pilas -cuando aquí casi todo funcionaba a cuerda-, avanzando lenta y solemnemente sobre la alfombra de mi habitación.
Pero, claro, pasan los años y llega un momento en el que un simple dolor de tripa o un poco de fiebre no son motivo suficiente para no acudir al trabajo -¡la maldita responsabilidad del ser humano!-. Entonces, cuando estás enfermo de verdad, tan enfermo como para quedarte en casa, estás hecho polvo, sin ganas de nada, ni de disfrutar de los cromos, ni de jugar con los indios, ni de conducir temerariamente por el relieve de la manta... Ni siquiera de algo tan poco exigente como hojear una revista o mirar -porque realmente no la ves- la televisión (aunque más vale, porque para lo que ponen por las mañanas... Y por las tardes... Y por las noches, si vamos al caso).
Todo este rollo para llegar a una conclusión a la que ya llegó un sabio hace algún tiempo: Todo es relativo.

3 comentarios:

Pablo dijo...

Qué razón tienes en lo del relativismo de las enfermedades. Es curioso como cambia todo, como se pasa de ser el centro de atención de todo el mundo a ser el centro de atención de ti mismo y, con un poco de suerte, de tu pareja.

La enfermedad en soledad es un coñazo, sobre todo con lo de las aduleteces (que diría Mafalda).

Todavía me acuerdo del cochecito de carreras rojo, un fórmula 1, que me regalaron cuando tuve la varicela.

Anónimo dijo...

deduzo que estuviste enfermo....rediez y yo imaginaba que estabas por ahí, o porallá....o en ambos lados

pez dijo...

Que maravillosa es la mente que hace que todo lo que vivimos sea maravilloso.

Por cierto casi termine la coleccion de cromos.