16 de agosto de 2006

Periodista

El periodismo es una profesión muy ambigua. Igual se llama periodista al que -con nuestro agradecimiento- es capaz de destapar una trama de corrupción en la Administración como al que se dedica, de forma un tanto indigna, a airear los trapos sucios personales de personajes más o menos conocidos -más bien menos: el otro día hablaban en un programa de cotilleo de una chica absolutamente desconocida para mí y seguramente, al menos eso espero, para la mayoría de los que lo vieron que era, lo averigüé tras bastante rato, algo así como la novia de uno que en tiempos estuvo liado con otra que, a su vez, fue novia de la pareja de una pedorra semi (semi-conocida, demi-mondaine, etc.).

Y el caso es que el periodismo, el de verdad, merece todos nuestros respetos; es cierto que a veces resulta excesivo su celo, como cuando intentan entrevistar a toda costa a alguien a quien se le acaba de morir violentamente un ser querido, pero esa insistencia y ese celo son los que han destapado asuntos como el Watergate, el Irangate, los fondos reservados, el escándalo ENRON o el reciente StockGate (una estafa que comete una mafia de corredores de bolsa con la práctica de la llamada “venta corta” de acciones). ¿Que si esto es importante? ¡Muchísimo! Es la única garantía real de que los que detentan el poder (aunque no lo ostenten) no van a pasarse de la raya con sus manejos y sus chanchullos.

Tampoco hay que pensar que es una profesión cómoda y tranquila, a la que se dedican unos cuantos borrachines (sí, ya sé que he visto muchas películas americanas de los 40's y 50's; es que soy mayor, ya lo he dicho más veces), porque muchos se juegan su trabajo, su bienestar y hasta su vida; algunos en su propia casa, siendo el blanco de venganzas, otros muchos en guerras y conflictos que a veces, desgraciadamente, nos parece que no van con nosotros. Y no todos tienen la suerte de terminar vivos, como Humprey Bogart en El cuarto poder (¿os dáis cuenta? Una película de 1952): en 2005 murieron violentamente al menos 63 periodistas, y 53 en 2004, sin olvidarnos de los 1.300 agredidos en 2005 y los 123 encarcelados a 1 de enero de 2006 (http://www.rsf.org/). Nunca les estaremos suficientemente agradecidos.

Y es que no debemos olvidar que, aunque San Juan escribió que La verdad os hará libres, lo que nos hará libres de verdad no es la verdad en sí misma, sino el conocerla y eso, casi siempre, se lo deberemos a los periodistas.

Enfermo

Estar enfermo es, como mínimo, una lata. Claro que todo depende de la percepción de la situación.
Yo recuerdo con cariño aquellos días en los que, al despertar, tosías como un perro, o te dolía la tripa, o el oído, o tenías algo de fiebre. De inmediato te convertías en lo más importante de la casa y todo eran mimos y consuelo. Hasta se llamaba a un señor tan importante como pueda serlo el médico "de casa" (porque os diré, queridos niños, que yo soy lo bastante viejo como para recordar los tiempos en que -al menos en las casas pudientes como, lo reconozco sin pizca de vergüenza, era la mía- se tenía un médico "de casa") para que diagnosticara y tratara el mal. El Dr. Zapater -que así se llamaba- venía, te auscultaba, te hacía sacar la lengua y finalmente, como solía ocurrir con los niños, decía que no era nada importante y recetaba el remedio adecuado.
Entonces, una vez medicado, te arrebujabas entre las sábanas y pensabas en lo maravilloso que sería ese día sin clase, sobre todo si la magia del médico te quitaba ese maldito dolor de oídos. Y, como la naturaleza infantil es fuerte, el dolor de oídos remitía y tú te encontrabas en la maravillosa situación de disponer de varias horas en horario desacostumbrado.
Recuerdo alguna ocasión en la que, aprovechando que la cama era, desde mi perspectiva, enorme, repartí sobre ella álbumes de cromos (Los Vikingos -que me trajo mi tía Mercedes con una montaña de cromos cuando me rompí la pierna-, con sus grandes imágenes formadas por -creo recordar- doce cromos cada una, o Vida y Color, con la que aprendí las razas de los cinco Continentes, los músculos, los huesos y animales que hasta ese momento eran desconocidos como la Hormiga Roja, los Pandas, etc., o las Maravillas del Mundo, de Nestlé, con las que aprendí lo que era un arco iris y que Hillary había sido el primero en escalar el Everest), algunos cochecitos -los maravillosos MiniCar- y, cómo no, el fuerte -Fort Apache- poblado por el séptimo de caballería y asediado por un grupo de malvados indios (malvados, sí, porque cuando yo era pequeño los indios siempre eran los malos). Menos mal que los americanos contaban con la inestimable ayuda del Hombre Enmascarado -el espíritu que camina- para acabar con los salvajes.
También tenía sobre la cama un muñeco -un boxeador, Bullo il Duro- al que su profesión libraba de ser un asunto de niñas, y también uno de los juguetes que más me pasmaron cuando era niño: el robot Robbie de Perdidos en el Espacio, capaz de proporcionar a sus amos desde una exquisita comida hasta un collar de diamantes. Me lo trajeron de un lugar entonces tan exótico como Nueva York y funcionaba a pilas -cuando aquí casi todo funcionaba a cuerda-, avanzando lenta y solemnemente sobre la alfombra de mi habitación.
Pero, claro, pasan los años y llega un momento en el que un simple dolor de tripa o un poco de fiebre no son motivo suficiente para no acudir al trabajo -¡la maldita responsabilidad del ser humano!-. Entonces, cuando estás enfermo de verdad, tan enfermo como para quedarte en casa, estás hecho polvo, sin ganas de nada, ni de disfrutar de los cromos, ni de jugar con los indios, ni de conducir temerariamente por el relieve de la manta... Ni siquiera de algo tan poco exigente como hojear una revista o mirar -porque realmente no la ves- la televisión (aunque más vale, porque para lo que ponen por las mañanas... Y por las tardes... Y por las noches, si vamos al caso).
Todo este rollo para llegar a una conclusión a la que ya llegó un sabio hace algún tiempo: Todo es relativo.

Presunciones

Presumir es algo inherente al ser humano. Tanto juzgar o conjeturar algo (primera acepción de la Academia) como vanagloriarse, o cuidar mucho una persona su arreglo para parecer atractiva (segunda y tercera acepciones, respectivamente).
Indudablemente, la más trascendente es la primera, tanto por lo que significa el hecho de que constantemente estemos suponiendo cosas (actitud muy conveniente para el investigador, ya que las hipótesis no dejan de ser presunciones, pero peligrosa para las relaciones humanas: es tan fácil dejarse llevar por lo que se supone...) como por las presunciones legales, concretamente la presunción de inocencia. No hay nada más importante para la salvaguarda de nuestro derecho a la libertad, pero parece que en la actualidad se puede presumir de muchas cosas, salvo de inocencia.
Porque todos los detenidos son presuntos culpables de algo. ¿No sería más adecuado decir que se había detenido al presunto inocente de un delito? Claro que eso de detener a un inocente, aunque sea presunto, queda feo. Pero eso es lo que se hace, ¿no? Ya sé, lo que hay que decir es que se ha detenido al presunto inocente sospechoso de la comisión de un delito. Algo farragoso pero mucho más preciso, dónde va a parar.
Una presunción que siempre me ha gustado, por la candidez que demuestra, es la del valor. A los que hemos hecho la mili nos dieron, al finalizar, la llamada cartilla militar, un documento en el que se reflejaban tus cualidades como soldado. En un apartado figura lo siguiente: Valor, se le supone. Menos mal que no tuvimos que demostrarlo, porque barrunto (otra presunción, ya sé, pero bastante fundada) que, al primer disparo enemigo, la mayoría nos hubiéramos ido, tarareando entre dientes el Imagine de Lennon.
Pero una de las presunciones más fascinantes es la del jamón, contradictoria en sí misma. Id a un supermercado y acercaos a los refigerados. Veréis sobres con lonchas de jamón al vacío en los que, a un lado, está escrito Jamón Serrano; el letrero parece que no deja lugar a dudas: ese sobre contiene jamón serrano. Se puede presumir que es bueno si el aspecto lo confirma, las vetas son adecuadas, la marca es de confianza y, aunque no sea determinante, si es caro. Pero no cabe presumir nada más.
Entonces llevas la vista al otro lado del sobre y allí, en letras tan destacadas como las anteriores pone, sin reparo ni vergüenza, ¡Presunto Serrano! El conflicto se desata y la realidad parece desdibujarse, el pulso se acelera y todo parece dar vueltas. ¿Es serrano o sólo se presume? ¿Es que no puede uno fiarse ya de la letra impresa? Ese pensamiento te hace reflexionar y reparas en las innumerables veces que la letra impresa no ha sido de fiar. Respiras hondo, te estabilizas y, cuando te recuperas y miras de nuevo el sobre con resignada decepción, una información aflora a tu mente y sonríes.
Todo vuelve a encajar y a ajustarse cuando recuerdas que presunto es jamón en portugués.